La gastronomía ha recorrido un camino extraordinario, pasando de ser una actividad orientada a suplir una necesidad de consumo alimentario y nutrición, a convertirse en una experiencia sensorial completa que involucra todos los sentidos, y hasta un tema de investigación científica y sociológica. Desde la revolución de Jean Anthelme Brillat Savarin y Antonin Carême hasta los innovadores experimentos de Ferran Adrià, los cocineros y gastrónomos hemos utilizado la manipulación sensorial y la creatividad para transformar la percepción del comensal sobre los alimentos.
Sin embargo, a pesar de estos avances, surge una pregunta crucial: ¿está la academia realmente a la altura de este desafío? ¿Se está preparando a los cocineros del futuro con la libertad y las herramientas necesarias para experimentar y llevar la cocina a un nivel cada vez mas alto, investigativo, de innovación y sobre todo de crecimiento profesional y personal?.
A principios del siglo XIX, Jean Anthelme Brillat Savarin y Antonin Carême comenzaron a sentar las bases de lo que hoy conocemos como gastronomía moderna. Brillat Savarin, con su obra La fisiología del gusto, fue uno de los primeros en adentrarse en la relación entre la comida y los sentidos. Sus escritos resaltan la importancia del placer en la comida y la conexión entre el acto de comer y nuestras emociones y memorias.
Por otro lado, Antonin Carême, el conocido “chef de los reyes”, amigo y símil de César Jean Ritz en el servicio, trajo el concepto de la presentación artística a la gastronomía. Entendía que la percepción visual de los alimentos podía modificar radicalmente la experiencia sensorial del comensal.
Aunque Brillat Savarin y Carême fueron desde mi perspectiva quienes de verdad han marcado las bases de la revolución sensorial en la gastronomía, no se conoció hasta finales del siglo XX el nombre de Ferran Adrià, quien en su restaurante elBulli, rompió todas las reglas conocidas hasta ese momento, utilizando técnicas como la esferificación, la deconstrucción y la criococina para alterar la percepción de los alimentos, temas que abrieron la mente y la curiosidad de una nueva generación de cocineros, gastrónomos y curiosos periodistas gastronómicos y científicos.
Ferran Adrià y otros pioneros de la cocina molecular demostraron que la textura, la temperatura y la presentación de un plato pueden cambiar radicalmente la forma en que el cerebro percibe los sabores. Esto no solo transformó la alta cocina, sino que también abrió la puerta a un enfoque mucho más experimental en la gastronomía, donde la ciencia y el arte se entrelazan. Aquí es donde cualquier curioso podría adentrarse en el proyecto Sapiens y la Bullipedia.
En la actualidad, la neurogastronomía, encabezada por investigadores como Charles Spence, está profundizando en cómo el cerebro percibe los sabores. Este campo interdisciplinario explora cómo el gusto es una construcción mental que depende de muchos factores sensoriales, incluidos el sonido, el color del plato, la temperatura de la comida, e incluso el entorno en el que se consume.
Esta ciencia demuestra que el sabor es mucho más que una simple respuesta de las papilas gustativas: es el resultado de un complejo proceso neurológico que integra señales visuales, auditivas, olfativas y táctiles. Los chefs, al entender esto, pueden manipular la percepción del comensal de maneras nuevas e inesperadas, creando experiencias multisensoriales complejas.
A pesar de los avances en la manipulación sensorial y la innovación culinaria, la academia gastronómica sigue siendo un campo lleno de retos y oportunidades no aprovechadas. Hoy en día, vemos un crecimiento de escuelas de cocina que se presentan como instituciones académicas, pero que en realidad son poco más que cursos rápidos o superficiales, sin una base sólida en el conocimiento científico o técnico. Esta situación no solo afecta la calidad de los futuros profesionales de la cocina, sino que también resta seriedad a una disciplina que debería ser tratada con la misma rigurosidad que otras profesiones, como la medicina o la arquitectura.
Incluso en universidades e institutos formales, muchos programas de gastronomía carecen de profundidad y de un enfoque centrado en la creatividad, la experimentación y el rigor académico y técnico, siendo en algunos casos hasta el fin de una mente abierta y curiosa. Es común encontrar docentes que ocupan cargos académicos sin tener una base sólida de conocimiento, personas que ven en la cocina una plataforma para obtener visibilidad en medios de comunicación como televisión o se presentan como grandes influencers de Instagram, Facebook TikTok o YouTube, pero que carecen del compromiso con la verdadera profesionalización de la gastronomía, dejando vacíos a quienes con pasión buscan su crecimiento. Esto lleva a una problemática importante: se vincula la idea de que la cocina es una actividad informal, que causa desilusión en quienes aman esta ciencia donde se nutre el estómago, el alma, la mente, y a veces se viaja en el tiempo, y el mundo sin fronteras, conociendo sabores, culturas, y hasta un nuevo lenguaje. Permitiendo asumir, que algo se puede aprender de manera rápida, informal, sin necesidad de profundizar en el conocimiento sensorial o científico que realmente requiere.
La gastronomía, como cualquier otra disciplina profesional, requiere un enfoque riguroso y una formación que fomente tanto la técnica como la creatividad. Si queremos que la gastronomía sea tomada en serio, es obligatorio que las instituciones académicas adopten una postura más crítica y ambiciosa. Así como un médico no puede formarse sin un profundo entendimiento del cuerpo humano, un cocinero y gastrónomo no puede dominar su profesión sin comprender los procesos sensoriales, químicos y culturales que están detrás de cada ingrediente y técnica. Esto por no decir, no puede permitirse dejar de lado una postura curiosa, científica, espiritual, buena, limpia y justa, que no solo sea el tomar ingredientes e insumos de una percha, sino el ir más lejos, iniciando en el origen de porque la semilla, el agua, la tierra, o el porqué ese agricultor, ganadero, comerciante, y que la postura crítica y ambiciosa sea desde la pasión y no desde un interés económico o de prestigio, cosas que una buena academia llevan intrínsecos si fomentan buenos profesionales.
Para que la cocina evolucione hacia un campo más serio y profesional, las academias deben adoptar un enfoque que supere las recetas caseras y tradicionales, llevando a una investigación e intercambio de conocimientos y experiencias. Es fundamental fomentar la experimentación y la creatividad, alentando a los estudiantes a explorar cómo los sentidos interactúan con los alimentos y a innovar en la manipulación sensorial. Además, la verdadera formación profesional, debe ser un proceso colaborativo, donde los docentes por un ego de estrella de televisión, no se sientan desplazados por sus estudiantes, y tanto quien enseña como el que aprende compartan conocimientos y experiencias, evitando el estancamiento académico en un ambiente de ganar – ganar. La incorporación de la investigación, ciencia y la neurogastronomía en la estructura curricular es esencial para que los futuros cocineros y gastrónomos, comprendan cómo las reacciones químicas y sensoriales influyen en la percepción de quien consume. Asimismo, la profesionalización y actualización constante de los docentes es clave para que la enseñanza sea rigurosa y motivadora, que se gana de un docente que sabe prender una estufa, pero no conoce de nuevas tendencias, y tecnología, o peor aún se resiste a adaptarse a la evolución científica y profesional del día a día, ya sea por la seguridad laboral de una titularidad en una institución académica, por ego personal, o por un complejo que le lleva a su zona de confort. Pero sin olvidarse lo que no cambia y debe ser borrado en la actualidad, el llevar estampado en la frente la palabra docente o un título profesional que muchas veces no es más que eso, pero que suple deficiencias en la práctica diaria.
A pesar de los avances tecnológicos en la cocina y en el mundo en general, la mayoría de las academias no se han adaptado a las exigencias profesionales o de lo que pide la sociedad, todavía centrándose en enfoques tradicionales, dejando de lado la innovación y las nuevas tendencias que han redefinido el panorama culinario en las últimas décadas, dando así la respuesta a que da lo mismo el cocinero de la esquina, el tecnólogo gastronómico o el licenciado en gastronomía, situación que para las reguladoras académicas no encuentran diferencia, por un triste concepto de una educación publica con bajos recursos, olvidándonos que los recursos no son bienes, sino personas.
Si bien es cierto que hay cocineros y escuelas que han elevado el nivel académico y experimental, todavía persiste una tendencia a considerar la gastronomía como una actividad secundaria, alejada del rigor científico y profesional que debería tener. Es importante recordar que la cocina, al igual que la medicina, afecta directamente la salud y el bienestar de las personas. No se trata solo de preparar platos atractivos, sino de entender cómo los alimentos interactúan con el cuerpo y los sentidos, y cómo la manipulación sensorial puede influir en la experiencia del comensal de una manera consciente y controlada.
La academia tiene la responsabilidad de llevar a la gastronomía a un nuevo nivel de profesionalización. Para lograr esto, es necesario un enfoque multidisciplinario que integre la ciencia de los alimentos, la neurogastronomía, la innovación tecnológica y el arte culinario en un solo marco académico coherente. La gastronomía es un arte, pero también es una ciencia, y como tal, debe tratarse con seriedad y compromiso.
Los profesionales de la gastronomía deben ser formados con la libertad de experimentar, pero también con una base sólida de conocimiento tecnológico y científico. El desarrollo de nuevos platos y técnicas no puede ser el resultado de improvisaciones, sino de una investigación meticulosa y un conocimiento profundo de los sentidos y la percepción humana.