La Navidad, esa época del año en la que todo parece impregnarse de magia, ilusión, y esperanza, donde las luces brillan con mayor intensidad y si parar en la ciudad, y el aroma de la comida recién hecha se convierte en el protagonista de hogares y la esperanza de un cierre de año lleno de verdadera magia para los restaurantes. Sin embargo, detrás de esa magia que la mayoría disfruta desde la comodidad de sus hogares, hay un grupo de personas que, lejos de vivir el “espíritu navideño” de descanso y celebración, se dedica a trabajar más horas, con más intensidad y bajo más presión que nunca. Y es que si alguien tiene razones para identificarse con el Grinch, probablemente ese sea un cocinero o cualquier persona que trabaja al rededor del servicio de alimentos y bebidas.
Es irónico que, en una festividad que se supone dedicada a compartir, celebrar la unión familiar y valorar lo esencial, muchas veces nos desconectemos de lo verdaderamente importante. La Navidad, para muchos, se ha convertido en un desfile de consumismo exacerbado, donde el protagonismo recae más en la cantidad y lujo de lo que consumimos que en el significado real de los momentos que compartimos. Y este fenómeno, tan evidente en los centros comerciales y en las listas interminables de regalos, también se traslada a nuestras mesas.
Como profesional de la gastronomía, y junto a mi invencible madre, también profesional en cocina, hemos vivido la Navidad desde distintas perspectivas. Hemos sido parte de largas jornadas de trabajo para quienes que buscan experiencias únicas, pero también hemos estado en casa, cocinando con y para la familia, preservando recetas que han pasado de generación en generación. En cada una de estas experiencias, siempre hay un contraste marcado: la euforia y el estrés del lado profesional, frente a la calidez y el sentido de pertenencia que brinda la cocina en casa.
Lo que muchos no ven es que cada plato en una mesa navideña cuenta una historia. Es una historia que empieza mucho antes de que el cocinero decida qué ingredientes utilizar. Comienza en los campos, en las manos del productor que trabaja la tierra, en el ganadero que cuida a sus animales, en el pescador que sale de madrugada al mar. Continúa en el esfuerzo logístico por llevar esos ingredientes a su destino, y culmina en la dedicación de los cocineros que transforman esos elementos en algo digno de recordar.
Pero, ¿nos detenemos realmente a reflexionar sobre todo esto mientras comemos? ¿Nos preguntamos de dónde viene lo que tenemos en el plato, quién lo hizo posible y bajo qué condiciones? En mi opinión, la Navidad debería ser el momento perfecto para hacernos estas preguntas y revalorar la conexión entre la comida y las personas.
En los últimos años, hemos visto un crecimiento en movimientos como el slow food y el consumo de alimentos de kilómetro cero. Estas iniciativas buscan, precisamente, devolverle el valor a los ingredientes locales, al trabajo de los pequeños productores y a las recetas tradicionales que han sido transmitidas de generación en generación. ¿Qué sentido tiene celebrar una festividad como la Navidad si perdemos de vista lo esencial: el respeto por las personas y el entorno que hacen posible nuestras tradiciones?
Una de las cosas que más disfruto de la Navidad en casa y con mi familia, es la oportunidad de cocinar en familia. En un mundo donde todo parece ir a mil por hora, donde las pantallas nos distraen incluso en los momentos más importantes, la cocina se convierte en un espacio de pausa, de conexión. Cocinar juntos no es solo una forma de repartir tareas; es una manera de compartir historias, de aprender y enseñar, de preservar un legado que trasciende generaciones.
Recuerdo a mi abuela con su delantal azul, preparando la mesa, el pernil, los buñuelos, mientras yo observaba como una persona puede expresar tanto amor a su familia, con la curiosidad de un niño que aún no entiende la importancia de esos momentos. Cada movimiento suyo era meticuloso, como si supiera que estaba creando algo más que comida; estaba construyendo recuerdos. Ahora, cuando junto a mi madre año tras año después de la partida de mi abuela, nosotros preparábamos la cena, mi madre, sentía a mi abuela presente, y la mesa al momento de sentarnos llena de recuerdos sobre esos momentos que marcaron la vida, la Navidad no solo está en la comida, sino en el acto de cocinar como un ritual de amor.
Sin embargo, no todos tienen el privilegio de experimentar la cocina de esta manera. En muchos hogares, las tradiciones culinarias se están perdiendo, reemplazadas por la inmediatez de los alimentos procesados y la conveniencia de las opciones rápidas. Nos hemos acostumbrado a consumir sin pensar, a preferir lo fácil en lugar de lo auténtico. Y esto, más allá de empobrecernos culturalmente, también tiene un impacto en las personas que trabajan en la industria alimentaria.
En Navidad, los restaurantes están más llenos que nunca, las cocinas trabajan a toda máquina y el estrés de los equipos se multiplica. Para los que estamos detrás de la cadena de alimentos y bebidas, estas fechas son cualquier cosa menos relajantes. Es un trabajo que hacemos con pasión, sí, pero también con un alto costo emocional y físico. Y aunque es gratificante ver a los clientes disfrutar, a veces no podemos evitar preguntarnos: ¿valoran realmente todo lo que hay detrás de lo que tienen en su plato? O ¿buscan desmenuzar la comida para encontrar el secreto a replicar?
La sostenibilidad es otro tema crucial en esta conversación. ¿Cuántos de los alimentos que consumimos en Navidad provienen de prácticas responsables? ¿Cuánto de lo que servimos se desperdicia? Adoptar un enfoque más consciente en nuestras mesas navideñas no solo beneficia al medio ambiente, sino que también nos ayuda a reconectar con el verdadero espíritu de la festividad. Elegir ingredientes locales y de temporada, apoyar a pequeños productores y planificar menús que eviten el desperdicio son decisiones pequeñas que pueden tener un impacto significativo.
Por otro lado, no puedo dejar de lado una crítica constructiva hacia nosotros mismos, los que trabajamos en gastronomía. A veces, en nuestra búsqueda por impresionar y ofrecer experiencias únicas, podemos caer en el exceso, olvidando que lo más importante no es el espectáculo, sino la esencia. La Navidad no necesita ese pavo café dorado, ni el vino con quesos más caros para ser memorable. Lo que necesita es autenticidad, dedicación y, sobre todo, amor.
Desde mi perspectiva, la verdadera riqueza de una cena navideña radica en las historias que compartimos alrededor de la mesa, en el tiempo que dedicamos a cocinar juntos, en la conexión que creamos con quienes nos rodean. Y aunque el Grinch en nosotros pueda aparecer de vez en cuando, recordándonos el cansancio de estas fechas, también está la esperanza de que, poco a poco, volvamos a
celebrar de una manera más consciente, más humana.
Este año, mientras cocinas tu cena navideña o disfrutas de un una comida en un restaurante con amistades, familiares, compañeros del trabajo, te invito a hacer una pausa. Reflexiona sobre las manos que hicieron posible cada bocado, agradece a quienes trabajan incansablemente para que podamos celebrar y, sobre todo, valora lo esencial: el momento, las personas y las historias que nos unen. Porque al final del día, eso es lo que realmente importa.
Tal vez el Grinch, si fuera chef, no odiaría tanto la Navidad. Tal vez simplemente quisiera que la viviéramos con más sentido, más propósito y más gratitud.