Hoy el Ecuador duerme distinto, duerme con una brisa nueva, sin nerviosismo, sin temor, sin silencio, con la certeza de que algo ha cambiado y de que, quizás, por fin, estamos entendiendo que el país no se construye con discursos, sino con manos. Manos que cocinan, que siembran, que enseñan, que sirven, que luchan. Manos que a veces tiemblan, pero no dejan de trabajar. Hoy, tras las elecciones, no importa el nombre del candidato ganador, importa que la esperanza renace. Y en Ecuador, la esperanza tiene olor a campo húmedo, ha mercado de sábado, a fanesca en familia, a ceviche junto al mar, a un mote pata de la abuela, a pan de huevo y panela en horno de leña, a mote sucio, y a hornado del mercado.
Este país, nuestro país, no está hecho de ideologías, está hecho de raíces. De montañas que guardan silencio y de volcanes que resuenan. Está hecho de pescadores y agricultores en las madrugadas y de niños que caminan kilómetros para llegar a una escuela. Está hecho de mujeres que preparan colada morada con la receta de sus abuelas y de hombres que salen cada día a vender en sus carretillas sueños disfrazados de jugos, empanadas o pan de yuca.
Ecuador es gastronomía, turismo, historia, cultura, gente linda por esencia. Cada plato que se sirve sobre una mesa, cada cucharón que se mueve en una olla, cada hoja de plátano que envuelve una hallaca, cada hoja de achira que protege el alma de un tamal, cada hoja de maíz que envuelve una humita, son verdaderas afirmaciones de quiénes somos. Y hoy, más que nunca, necesitamos recordar eso: que nuestra riqueza está en lo que somos y no en lo que pretendemos ser. Que no somos una copia de otro país, ni una sombra del poder de otros. Somos un país de sabores únicos, de aromas que cuentan historias, de recetas que son resistencia.
La esperanza no solo llega a Carondelet, la esperanza llega al hornado de Otavalo, al viche de Manabí, al caldo de manguera de Loja, al caldo de bolas del Guayas. Llega al turista que regresa porque aquí comió como en ningún otro lado. Llega al gastronomo en crecimiento que se atreve a reinterpretar lo ancestral. Llega al foodie que aprende que al sentarse a la mesa no solo alimenta el cuerpo, sino también el alma de su identidad.
Este renacer es una oportunidad para dejar de pensar en partes. Porque Ecuador no es solo Sierra o Costa, no es solamente Oriente o Galápagos. Ecuador somos todos. Ecuador es quien cultiva la papa y quien prepara un encebollado de atún y lo acompaña con aguacate o maduros. Es quien baila sanjuanito y quien escucha pasillo, pop o reguetón en el mismo playlist. Es quien estudia gastronomía con un sueño y quien cocina para alimentar a miles, pero con pasión.
Y sí, hoy votamos, lo hicimos, cosechamos la esperanza de un nuevo país, de un futuro.
Este país necesita líderes, y eso es lo que elegimos, pero también necesita cocineros que crean en su tierra, comunicadores que cuenten lo bueno, emprendedores que no tengan miedo de empezar desde cero. Necesita turistas que no solo vengan a ver volcanes, sino a probar nuestra historia en un plato. Necesita escuelas que enseñen que el éxito no es salir del país, sino construir desde aquí. Necesita políticos que entiendan que el turismo y la gastronomía no son adornos, son ejes de desarrollo.
Y en este mapa, y en un día como hoy, la academia tiene un rol irrenunciable. Porque es desde las aulas donde se crea el país que queremos. Es ahí donde se enseña que votar no es solo marcar una papeleta, sino comprender los principios de la democracia. Es ahí donde se debate, se confronta con argumentos, se forma el pensamiento crítico. Es en la universidad donde se siembran las semillas del respeto, del profesionalismo, de la ética. Porque no hay país próspero sin conciencia. Y no hay conciencia sin educación.
La academia no puede permanecer neutral ante la realidad, o volverse parcializada a una tendencia impuesta por ser educación pública o privada, debe ser catalizadora del cambio. Debe enseñar a nuestros futuros chefs, hoteleros, comunicadores, médicos, ingenieros, a no conformarse, a cuestionar, a innovar, a ser ciudadanos de acción. A entender que la excelencia profesional no se mide solo en títulos, sino en coherencia con los valores del bien común.
También debe ser ejemplo de gestión, de inclusión, de diversidad, de respeto a la verdad y al conocimiento. Porque en un país como el nuestro, donde tantas veces se ha intentado dividirnos, la academia puede y debe unir. Unir desde el pensamiento, desde la investigación, desde el compromiso con el territorio, desde la economía que se nutre de ideas nuevas, desde el servicio que transforma realidades.
Ayer en redes hablamos de salir con un paraguas morado como un niño que pide lluvia. Hoy, ese niño tiene una gota sobre su mejilla. Y esa gota no es solo agua: es una promesa. Una promesa de que, con un grano de fe del tamaño de una semilla de mostaza, puede florecer un país entero.
Hoy, más que nunca, necesitamos cocinar con esperanza, servir con orgullo, educar con visión y comer con conciencia. Porque en cada comida está la historia de un pueblo. Y el Ecuador tiene hambre de futuro, pero también está listo para saborearlo.